Se cuenta que una noche Arthur Schopenhauer, un influyente filósofo del siglo XIX, estaba sentado solo en un parque, en Alemania. Un guarda, que lo tomó por un vagabundo, se acercó a él y le preguntó bruscamente: “¿Quién eres?”. A lo que Schopenhauer respondió: “¡Ojalá lo supiera!”.
Se trata de una pregunta de difícil respuesta, ¿no es así? Sin embargo, tanto si reflexionamos sobre ella a propósito como si no, nuestra naturaleza humana nos obliga a buscar la respuesta. En mi opinión, solemos intentar responder a la pregunta “¿quién soy?” de tres formas, como mínimo.
En primer lugar, muchos se definen por lo que tienen. En una sociedad en la que se valora más a quienes más tienen, sentimos una presión constante que nos lleva a adquirir más y mejores cosas sin cesar. Muchas veces confundimos nuestra identidad con nuestros bienes materiales. Tracy Chapman expresó esta idea en una de sus canciones:
“Consume por encima de tus necesidades.
Este es el sueño.
O eres un indigente
o eres una reina.
No voy a morir sola.
Lo tengo todo preparado.
Una tumba ancha y profunda
para mí y para mis montañas de cosas.”[1]
En segundo lugar, los logros (o los fracasos) representan el áncora de la identidad de algunos. Soy mis notas en la universidad, instituto, etc. Soy el puesto que ocupo en el trabajo. Soy los títulos que he obtenido. Soy las metas que alcanzo.
Además, en la actualidad hemos empezado a describirnos a nosotros mismos en función de la cantidad de conexiones que establecemos y de su valía. El número de amigos en Facebook o Tuenti o de seguidores en Twitter puede condicionar cómo percibimos nuestro valor o nuestra importancia. Nos valoramos en dependencia del grado de popularidad y de aceptación que creemos tener en un círculo determinado.
No obstante, en la biblia descubrimos que el origen de la respuesta a la pregunta “¿quién soy?” debe ser otro: el amor incondicional que tiene Dios por nosotros y que se manifiesta de forma perfecta en Jesús.
Una de las muchas referencias bíblicas a esta realidad es: “(…) Dios es amor. En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros: en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por Él.”[2]
Correctamente, Brennan Manning recomienda que nos definamos radicalmente como seres amados por Dios. En su opinión, en ese amor radica el verdadero yo y cualquier otra identidad es una ilusión.[3] Asimismo, afirma que la búsqueda de una identidad fuera de nosotros mismos es lo que hace que la acumulación de poder, riqueza y honor resulte atractiva o lo que nos lleva a establecer nuestro centro de gravedad en las relaciones interpersonales. En palabras de Manning, si la vida y el significado emanan de una fuente distinta a ese amor, estamos muertos espiritualmente, ya que al relegar a Dios a un segundo plano con respecto a alguna bagatela, cambiamos una perla de gran valor por fragmentos de vidrio tintado.[4]
¿A qué pozo acudimos a beber para definir quiénes somos? No cabe duda de que las pertenencias, los logros y las conexiones ocupan un lugar en nuestras vidas. Sin embargo, creo que no pueden sustituir el único y verdadero eje de la identidad para la que fuimos creados.
Ante la pregunta “¿quién soy?”, Thomas Merton se respondió: “Soy el objeto del amor de Cristo.”[5] ¿Cuál sería nuestra respuesta?
[1] Chapman, Tracy. “Mountains O’Things”. Tracy Chapman, 1988.
[2] 1 Juan 4:8-9 (RVR1995)
[3] Manning, Brennan. The Rabbi’s Heartbeat, NavPress, Colorado Springs, 2003, p. 40.
[4] Manning, Brennan. Abba’s Child: The Cry of the Heart for Intimate Belonging, NavPress, Colorado Springs, 2002, p. 52.
[5] James Finley, Merton’s palace of nowhere, Ave Maria Press, Notre Dame, 2003, p. 96.